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  • Salasakas todavía hacen sogas con cabuya

    Redacción Sierra-Centro

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    Las manos de Heriberto Chango son fuertes y hábiles. Prepara varias hebras de hilo de cabuya, las ajusta pisando con el pie y comienza a dar las vueltas con las palmas de sus manos toscas.

    A esa especie de técnica la llaman tursina (torcer o dar vueltas al hilo). Se ajustan y dan forma a la cuerda.

    Esta técnica ancestral, de más de 200 años, la aprendió de su madre Ramona, de 65 años. Utiliza este material para amarrar los borregos y una vaca que tiene en su charca. También para amarrar la hierba o los costales con cebada.

    Chango cuenta que el proceso para obtener la fibra tarda hasta 30 días. El ritual se inicia con la cosecha de las hojas del cabuyo de color verde.

    La planta debe haber cumplido siete años de maduración para su aprovechamiento. Las hojas alargadas y gruesas son cortadas verticalmente con una cuchilla elaborada con hueso de animal.

    La materia prima es introducida en tanques con agua, con el propósito de que se descomponga. Tres semanas más tarde, la materia prima se pudre y empieza el proceso al que le llama tzawar shikina (desmenuzar la hoja del penco verde, en español).

    Chango golpea en una piedra para que los hilos queden sueltos y finalmente los seca al aire libre. Esta tradición artesanal aún la practican los habitantes de la parroquia Salasaka. Este pueblo se encuentra a 12 kilómetros al oriente de Ambato, en Tungurahua.

    Raymy Chiliquinga, experto en temas de la comunidad, explica que en la antigüedad la soga confeccionada con la cabuya se usaba especialmente en los kipus, donde aprendían los niños a sumar y a contar a través de nudos. “En todas las casas elaboraban las sogas de cabuya. Ahora son pocas las familias salasakas que mantienen esta práctica. Está desapareciendo porque utilizan solo lo sintético”.

    Las sogas se comercializaban en las plazas y mercados de Ambato, Saquisilí y Pelileo. El proceso es complicado porque implica desde la siembra de las plantas de cabuya hasta la maduración, la cosecha y el procesamiento. Las que se usan son las cabuyas hembra y macho, de esta última se obtenían los hilos finos.

    “En la actualidad son pocas las familias que aún mantiene este tradición artesanal, pues se hacen los trenzados, de tres hilos, y las rumpanas, que son de cuatro hebras, el redondo y la puchika de una sola hebra o soguilla”, asegura Chiliquinga.

    Heriberto Chango es uno de los expertos en la elaboración de sogas de cabuya y además elabora artesanías. Foto: Modesto Moreta / LÍDERES
    Heriberto Chango es uno de los expertos en la elaboración de sogas de cabuya y además elabora artesanías. Foto: Modesto Moreta / LÍDERES
  • Totora y cabuya sirven para emprender

    Cristina Marquez

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    Hace 10 años la manufactura de esteras de totora sostenía la economía de San Gerardo, una parroquia situada a 10 minutos de Guano, en Chimborazo. Pero en la actualidad es un oficio que está en vías de extinción.

    Los productos hechos con plásticos son más económicos y reemplazaron a las esteras, que se utilizaban en la construcción para impermeabilizar los techos y paredes, para armar carpas, para secar granos y otros usos.

    “Ya nadie puede subsistir de la totora. Antes, todas las familias de la parroquia se dedicaban a cosechar y procesar las plantas para hacer esteras. Casi toda la mercadería la llevaban a Guayaquil, el mercado era amplio”, recuerda Luis Aulla, un artesano que aún trabaja con esta fibra natural.

    Antaño, todas las familias de la parroquia dependían de los tallos de totora, una planta acuática que crece en los sitios pantanosos de las comunidades aledañas al pequeño poblado. Pero en la actualidad solo unos 10 artesanos conservan su trabajo.

    La fabricación de esteras implica todo un proceso, desde el cuidado de las plantas, la cosecha, el secado y el tejido con los tallos. Pero en el mercado los productos finales se pueden adquirir hasta por USD 3. “Ya no es rentable. Todo el trabajo que hacemos no se compensa con el precio”, dice Aulla. Él proviene de una familia de artesanos y aprendió todo sobre el tejido de las plantas desde los ocho años.

    El proceso se inicia con el corte de los tallos. Cada ocho meses se seleccionan los más delgados y largos, pues son más fáciles de cortar y durables. Luego se secan al sol y se tejen utilizando una técnica heredada por los abuelos.

    La última parte del proceso es la más complicada. Hay que mojar los tallos y manipularlos mientras están húmedos para que las esteras se puedan enrollar y estirar sin romperse. El producto final es tan resistente que puede conservarse intacto al menos por 40 años.

    “Por eso las compraban para las construcciones. Se colocaban en los tumbados como soporte para las tejas, o en las paredes de adobe, para volver el interior de la casa más acogedor”, dice Juan Pinta, otro artesano de San Gerardo.

    Hoy solo las buscan los decoradores de interiores que esperan lograr un acabado rústico en sus trabajos, pero el mercado es limitado. Antes cada familia producía al menos una docena semanal de esteras, en la actualidad solo se elaboran dos o tres cada semana.
    Los bajos costos son la razón por la que los más jóvenes se desanimaron del negocio de sus padres, y decidieron emprender nuevos negocios. San Gerardo hoy es un sitio conocido por las fábricas de ropa deportiva e invernaderos de frutillas en sus terrenos.

    “Los artesanos que perseveran en el trabajo manual son adultos mayores y es el único oficio que conocen, cuando ellos mueran, las esteras se morirán con ellos”, dice Aulla. Según él la capacitación y la búsqueda de nuevos mercados, serían una solución para rescatar la tradición de sus abuelos.

    La idea es iniciar un proyecto similar al que emprendieron los artesanos de Colta. Allí las comunidades se dedican a la fabricación de artesanías con las totoras que crecen sin control en las orillas de laguna de Colta.

    Pero allí, aprendieron a manufacturar otro tipo de artículos para atraer la atención de los visitantes que llegan en el tren. Los comuneros de Santiago de Quito, por ejemplo, elaboran pequeños muñecos que representan los oficios tradicionales de los indígenas.

    El proyecto es promovido por la Junta Parroquial y consiste en capacitar a las mujeres de las 11 comunidades en la elaboración de esas artesanías. La iniciativa se denomina ‘Soy un artesano’ y consiste en comercializar artesanías que promuevan el orgullo por la identidad y a su vez, el turismo comunitario.

    “Nos gustaría iniciar un proyecto similar, pero requerimos más apoyo institucional, un plan de negocios y motivar a la gente de la parroquia para no dejar morir nuestra tradición”, dice Aulla con un aire de nostalgia.

    Por su textura firme y tosca, la totora es perfecta para moldear esculturas vegetales, muebles, cestos, adornos y otras artesanías. De hecho, estas mismas propiedades vegetales eran aprovechadas para la elaboración de implementos para el hogar antes de la proliferación de los productos plásticos.

    Luis Aulla es un artesano que aún trabaja con esta fibra natural. Aprendió la técnica a los ocho años de edad. Foto: Ángel Barahona para LÍDERES
    Luis Aulla es un artesano que aún trabaja con esta fibra natural. Aprendió la técnica a los ocho años de edad. Foto: Ángel Barahona para LÍDERES
  • 72 mujeres emprenden con cabuya y lana

    Cristina Marquez

    (F – Contenido Intercultural)

    Las artesanías que elaboran las mujeres de la Asociación Pulinguí Razcuñan son coloridas y tienen aceptación entre los turistas y los amantes de la moda de estilo étnico. Ellas manufacturan bolsos y carteras con fibras de cabuya, y elegantes chalinas, bufandas, gorros y guantes con lana de alpaca y borrego.

    Sus creaciones cuestan entre USD 5 y 35, y se ofertan en ferias artesanales de Riobamba, en la sala de exhibiciones del centro comunitario de Pulinguí y, esporádicamente, también acuden a ferias de Quito, Ambato y Cuenca.

    La meta es mejorar la calidad de sus productos y enviar sus prendas al extranjero, donde la lana de alpaca es apetecida por su textura suave y sus cualidades térmicas. Para lograr ese objetivo ellas se capacitan una vez a la semana en su centro comunitario.

    “Soñamos con ser grandes empresarias. Actualmente ganamos poco con la venta de las prendas, pero estamos ahorrando y mejorando nuestro trabajo para encontrar nuevos mercados en el extranjero”, cuenta la presidenta, Escolástica Guzmán.

    La agrupación se inició en la manufactura de prendas de vestir en el 2014, cuando sus integrantes notaron la acogida que los productos de otras comunidades tenían entre los turistas. Sin embargo, la asociación surgió en 1996.

    Hasta ese año, las 72 integrantes se dedicaban únicamente a la agricultura, a la crianza de los animales domésticos y al cuidado de la casa. “Decidimos asociarnos porque vimos que las organizaciones tenían más respaldo de las ONG y de las instituciones gubernamentales”, dice Guzmán.

    El primer año, las mujeres emprendieron una microempresa de abonos orgánicos. Ellas construyeron en sus casas camas de lombricultura para obtener humus, un tipo abono rico en nutrientes orgánicos. Sus primeros clientes fueron administradores de estadios y parques de Riobamba. Con los recursos que obtuvieron, unos USD 4 000, construyeron un centro comunitario y adquirieron un espacio para mejorar la producción del abono.

    Sin embargo, la organización atravesó problemas de comunicación y algunas socias desertaron. “Fue difícil al principio, porque estábamos aprendiendo a ser líderes. Antes las mujeres no teníamos participación en los asuntos de la comunidad”, cuenta Manuela Guzmán, expresidenta de la agrupación.

    Las mujeres también incursionaron en la siembra de quinua orgánica, que se vende a la empresa Sumak Life. Ellas se unieron para sembrar al menos 14 hectáreas de este cereal, lo limpian y lo venden listo para el consumo. En el futuro incluso aspiran comercializar productos procesados y derivados de la quinua.

    Hoy la prioridad es impulsar la producción artesanal. Las socias de la agrupación recibieron apoyo de Trias, una organización no gubernamental que les dotó de equipamiento de oficina, materia prima para las artesanías, dos máquinas de coser y mostradores para sus mercancías.

    Esos enseres fortalecieron la organización y les motivaron a mejorar la calidad de los acabados de sus tejidos e incluso a incrementar su producción. Hoy tienen telares para la elaboración de ponchos y shigras, que pronto se incluirán en su menú de productos.

    “La asociatividad se volvió nuestra estrategia más efectiva para progresar. El objetivo del proyecto es mejorar las condiciones de vida de las mujeres y sus familias, involucrar a los jóvenes y nuevas generaciones en este trabajo y fortalecer nuestra identidad cultural”, dice Olmedo Cayambe, técnico de Trias y dirigente comunitario.

    Las mujeres también forman parte de la Corporación de Turismo Comunitario de Chimborazo, (Cordtuch). Ellas ofrecen servicio de alimentación, actividades de convivencia con la comunidad y una visita a la sala de artesanías, donde los visitantes pueden verlas trabajar.

    Otros detalles

    Las socias reciben invitaciones para compartir su experiencia. Dos representantes próximamente viajarán a dos encuentros en Perú y Cuenca.

    La organización les entrega todos los materiales necesarios para fabricar las prendas. Ellas ganan entre USD 1 y 5, por cada una. Los fondos se reinvierten en otros proyectos .

    Escolástica Guzmán, Manuela Guzmán y María Juana Pacheco son de la directiva. Foto: Cristina Márquez / LÍDERES
    Escolástica Guzmán, Manuela Guzmán y María Juana Pacheco son de la directiva. Foto: Cristina Márquez / LÍDERES