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  • De compañero a jefe, camino de retos

    Arturo Castillo

    (O) para Líderes

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    “Casi todos podemos soportar la adversidad, pero si quieres probar el carácter de un hombre, dale poder”. Con esta frase, Abraham Lincoln se refirió en su momento al hecho esencial de la actitud del ser humano frente al poder. Sus consecuencias se manifiestan en todos los ámbitos de la sociedad.

    De hecho, la familia, y primeramente la pareja, se asienta en relaciones de poder. No es exagerado, entonces, afirmar que donde hay más de un individuo, alguien quiere imponerse.

    La psicología del poder radica en aulas, en talleres y oficinas, en el ejercicio político, en templos y capillas; en clubes y asociaciones. No existe, en definitiva, un solo escenario donde los seres humanos no se miren con recelo, donde algún sujeto no esté persuadido de que su misión es ejercer autoridad sobre los demás.

    La convicción de que solo un puñado de individuos poseen el ‘gen del liderazgo’ (lo cual recuerda a Cyril Levicki), mientras la gran masa necesita ser gobernada, anima al ejercicio de liderazgos de la peor especie.

    Resulta interesante poner frente a frente a Bertrand Russell, con ‘El poder en los hombres y en los pueblos’, y a Nicolás Maquiavelo, con ‘El príncipe’, para entender medianamente las complejidades del poder.

    La experiencia cotidiana deja al descubierto la existencia de personalidades proclives al poder autoritario, que buscan compensar su inseguridad de ser, que conciben su relación con el mundo como algo que entraña imposición y fuerza.

    En el ámbito laboral, el declive de líderes puede convertirse en un espectáculo penoso. El empleado esforzado, laborioso y obediente, que se maneja con equilibrio en la delgada línea de los intereses empresariales y los de sus colegas, que da signos de liderazgo, tiene buenas probabilidades de ser elevado a la categoría de jefe.

    Las ‘bases’ se congratularán; por fin tendrán un vocero, alguien que podría reivindicar sus modestas aspiraciones. Pero entonces ocurre la metamorfosis, el vértigo del poder, el ensimismamiento de ese nuevo ‘líder del equipo’.

    Algo pasa en la cabeza del flamante jefe; ya no logra ver con claridad. En ocasiones, se vuelve evasivo y distante, autoritario y quisquilloso. Puede incluso llegar a colocarse a favor de los jefes.

    Sin duda, no todos los sujetos son capaces de manejar las presiones del poder. Un ascenso no es solo una formalidad burocrática; ello implica cambios de diferente naturaleza. Según sugieren algunos estudios, cambios inclusive a nivel cerebral.

    Si la persona siente que su estatus ha cambiado, que tiene que estar ‘a la altura’, probablemente su vuelva selectivo con la gente y los lugares que frecuenta. Es probable que trate de distanciarse de su pasado inmediato.

    En muchos casos, sus excompañeros sentirán que el fulano ya no es el mismo, que se le han subido los humos a la cabeza. El recelo mutuo, la confrontación, el antagonismo, pueden minar la eficacia de la jefatura.

    A menos que la persona deponga sus ocultas ínfulas autoritarias, que entienda que solo los vínculos humanos, la empatía, la sencillez, la cooperación, sustentan liderazgos genuinos y duraderos, la pugna de poder echará por tierra los esfuerzos empresariales por refrescar las líneas de mando.

    Pero también puede acontecer que el jefe en ciernes tenga que lidiar con la envidia, la descalificación y el sabotaje de sus excompañeros. Entonces su carácter se pondrá a prueba. Y de esa manera, pronto sabrá si tiene o no el gen del liderazgo.

    Puede pasar que el jefe en ciernes tenga que lidiar con la envidia y el sabotaje de sus excompañeros.
    Puede pasar que el jefe en ciernes tenga que lidiar con la envidia y el sabotaje de sus excompañeros. Foto: Ingimage
  • Cuando los compañeros son tóxicos

    Arturo Castillo

    para Líderes (I)

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    El determinismo científico puede ser tan nocivo como el determinismo religioso. Puede reducir al ser humano a fórmulas y conceptos, volverlo un objeto. La ciencia incursiona en un territorio desconocido cuando intenta explicar la conducta humana. No le queda más remedio que generalizar, estereotipar, disecar y rotular. Aun así, sus teorías son provisionales.

    El comportamiento humano se explica desde los eventos externos, la educación, las circunstancias familiares, los condicionamientos sociales, o desde los instintos, el mundo emocional de los individuos, su vida psíquica.

    En el ambiente laboral, concluyen algunos estudios, las personas se contagian fácilmente de los estados de ánimo y conductas tóxicas de sus compañeros.

    El estrés, por ejemplo, ‘vuela’ en el aire. Quienes lo respiran reaccionan de manera tensa, actúan a la defensiva.

    El mal genio es un virus que se propaga rápidamente; sus víctimas se vuelven irascibles, de pocas pulgas. El pesimismo puede transmitirse como una peste; los infectados empiezan a ponerle peros a todo.

    La gente hostil emana ondas mentales que penetran en la psiquis de quienes les rodean; de modo que el lugar se torna en un campo de batalla.

    Los jefes autoritarios son capaces de atemorizar a sus subalternos, al punto de paralizarlos con su presencia.

    El padre de la teoría de la inteligencia emocional, Daniel Goleman, ha introducido sus postulados en el ambiente de trabajo. La paradoja mayor es que los individuos intelectualmente inteligentes pueden ser un auténtico desastre cuando se trata del manejo de las emociones.

    Dan demostraciones de una extraordinaria capacidad de abstracción, pero se comportan como niños caprichosos y manipuladores.

    Los hallazgos en el campo de la neurología refuerzan la experiencia inmediata de que las emociones modulan la convivencia entre los sujetos. Y lejos de lo que se piensa, la racionalidad no es precisamente lo que prevalece en los entornos laborales.

    De otra parte, el aspecto radical de estos planteamientos, la psicología de las masas, que Sigmund Freud abordó en su obra ‘Psicología de las masas y análisis del yo’, deja un escaso margen para la capacidad de los individuos para sobreponerse a influencias externas perturbadoras.

    La serenidad frente a la ofensa; la tolerancia ante la crítica y la calumnia. La firmeza como respuestas a la provocación; la discreción cuando el chisme y la difamación quieren ganar terreno. La ausencia de rencor o venganza luego de haber sido blanco de la envidia y la intriga.

    La paciencia, que no debe confundirse con el estoicismo; la prudencia, que no es lo mismo que la omisión cómplice, ayudan a sobrellevar situaciones que pueden desquiciar y provocar amargura. Sin un trasfondo de madurez y dominio del propio carácter, difícilmente se logra sobrevivir en ambientes tóxicos.

    La idea de que el individuo es víctima de su entorno, que las circunstancias le vapulean y someten; que está condenado a sufrir pasivamente, parte desde el convencimiento de que el ser humano puede convertirse en lo que cualquier poder dominante quiera hacer de él.

    La ‘toxemia’ llega a apropiarse de algunas áreas laborales, y a veces de la organización entera. Las patologías empresariales, si no son detectadas y tratadas oportunamente, debilitan la productividad y corroen el entusiasmo. Pero además se convierten en eslabones del malestar colectivo, pues los individuos llevan el contagio a sus propias familias.

    Es fácil entender ese círculo vicioso. La única inmunización posible es el manejo equilibrado de las propias emociones, por encima de la psicología grupal.

    Las patologías empresariales, si no son detectadas y tratadas oportunamente, debilitan la productividad y corroen el entusiasmo.
    Las patologías empresariales, si no son detectadas y tratadas oportunamente, debilitan la productividad y corroen el entusiasmo. Foto: Captura
  • Claves para ser la persona más querida en una oficina

    El Comercio de Perú. Grupo de Diarios América (GDA)

    Cuando uno busca un empleo y también cuando ya está trabajando, caerle bien al resto de compañeros y a los jefes puede dar una gran ventaja. Pero, ¿se puede aprender a ser popular? Jane Anderson, una estratega del desarrollo de la marca personal de Estados Unidos, publicó hace unas semanas un artículo en LinkedIn señalando que sí es posible.

    Anderson, que pasó 15 años enseñando cómo desarrollar relaciones interpersonales en la industria del retail, señala que cada vez que había que mejorar las ventas, ella se enfocaba menos en los dólares y más en el equipo y cómo se conectaba con la gente.

    Ella señala que son cinco pasos los que hay que considerar para ser más simpático a los otros, en el entorno laboral.

    El primer punto se refiere a «Leer a las personas». La especialista comenta que es importante mirar todas las señales no verbales y el lenguaje corporal. Buscar las expresiones mínimas y el contacto visual. Ya que así puedes anticiparte a sus necesidades y plantearle la pregunta exacta en el momento perfecto.

    El segundo es «Sé curioso». A todos les gusta hablar de ellos mismos. Cada persona es su tema de conversación preferido y todo lo que diga va a ser relacionado por otras personas con sus propias experiencias y le dirán lo que significa para ellos. Para esto debes acelerar el proceso y preguntarles sobre ellos. La manera de conectar con otras personas es haciéndoles sentir importantes.

    El tercero es «Adivina lo que las personas están pensando». Esto muestra empatía y refleja que entiendes el mundo de la otra persona. Mientras más puedan conectar con lo que no están diciendo, más fácil quitarás la barrera entre las personas y tú. Les gustarás, porque tú entiendes su dolor o su esfuerzo.

    El cuarto punto es «Haz cumplidos». Un cumplido siempre será bien recibido por otra persona, lo importante es ser sincero y no mentir. A la gente le encantan los cumplidos.

    El quinto es «Sé amable». Sonreír. Parece a, pero es muy eficiente. Mantén contacto visual para generar confianza instantáneamente.