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  • Celso Peña transforma a los metales en herramientas de vida

    Xavier Montero

    Las manos de Celso Peña recorren el mesón con mucha destreza. En su fábrica, ubicada en Conocoto (suroriente de Quito), coloca tornillos y los sujeta uno a uno; así, la muleta va tomando forma.

    En este local, los sonidos metálicos del trabajo en aluminio empezaron en octubre de 1982, cuando Peña, tras asimilar su condición de no vidente, decidió emprender en una industria metalmecánica y elaborar bastones para no videntes. Ahora, Linordec, su emprendimiento, es una firma que emplea a 13 personas y que en el 2011 alcanzó USD 110 000 en ventas.

    La ceguera de Peña llegó tras un accidente de tránsito en 1972. Nueve años tardó en tomar la decisión de ingresar al Instituto Nacional de Ciegos (INCE). Allí, algunos hechos lo “marcaron”.

    En 1981 tomó su primer bastón para no videntes: “Una varilla pesada y grotesca, que parecía anunciar a kilómetros el paso lento de un ciego”. De allí el reto: utilizar los conocimientos que adquirió de su padre Luis Humberto, quien hacía camas y muebles hospitalarios como sustento para sus 10 hermanos.

    Entonces desarrolló el Tedico (un torno termodinámico – conformador) que le permitiría hacer bastones plegables ligeros y resistentes. Su máquina fue ovacionada en el 2007, en México DF durante el I Seminario de organizaciones productoras y distribuidoras de materiales para ciegos de América Latina, un evento de la Unión Latinoamericana de Ciegos.

    “El bastón otorga una independencia valiosísima al no vidente. El ingenio de Celso ha mejorado la condición de vida de miles de ciegos”, opina Luis Narváez, presidente de la Asociación de Ciegos del Ecuador y quien conoció a Peña hace 40 años, mientras estaban en un hospital capitalino pues él también perdió la vista.

    Peña siente las manillas de su reloj y prefiere describir su emprendimiento en su almacén (centro-norte de Quito) y retirarse del taller. Mientras estuvo allí, armó 10 muletas en menos de una hora. Se retira el mandil, abotona su leva y sube presuroso las escaleras. En el automóvil, escucha la versión en audio del texto ‘Alma de liderazgo’ de Deepak Chopra.

    Antes de llegar a su local comercial narra otra anécdota que le ocurrió en 1981. Una cicatriz, que se confunde en el ceño de este quiteño de 60 años y padre de Diana y María Fernanda, es su evidencia de un atropellamiento. “Mi familia se molestaba mucho cuando salía a buscar trabajo”, cuenta Peña y añade que hace tres décadas, las empresas le ofrecían sueldos a razón de que no haga nada, como una dádiva. Aquello le indignaba y por eso se propuso “ser un ciego diferente”.

    Muestra de ello son los reconocimientos nacionales que ha recibido como el Mérito Laboral del Ministerio de Relaciones Laborales (2007); la medalla al mérito artesanal Sumag Maki, de la Cámara Artesanal de Pichincha en el 2008; el Rumiñahui de Oro, del Ilustre Municipio de Quito (2009), por el desarrollo de una silla caminadora que beneficia a pacientes con parálisis cerebral, entre otros.

    Betty Vásquez lo conoce desde hace siete años. Ella recalca su tenacidad y sentido del humor. “A veces la desconfianza suele invadirlo. Eso es comprensible, pues hubo gente que intentó afectarlo en los negocios. El es muy bondadoso”.

    Peña cruza el portón de vidrio de su almacén y saluda con Janeth, a quien en el 2006 pidió matrimonio y recibió el ‘sí’ solo dos semanas después. Sus dos anteriores relaciones no pudieron conformarse como hogares. Johanna, una paciente de 7 años, con problemas de movilidad, le espera adentro del local.

    El emprendedor se mueve en medio de sillas de ruedas y camas hospitalarias. “Tú vas a llegar hasta donde te lo propongas”, es el consejo para la niña, quien parece no entender que Peña no la puede mirar.

    “Muy pocas personas reparan en su condición de ciego”, dice Luis Del Buey, quien lo conoce desde hace 12 años y añade que es buen bailarín y cantante en las reuniones sociales. Erick Campoverde lo conoció hace más de 20 años cuando llegó a ofrecerle sus productos. “Es un empresario respetado y un gran amigo”.

    Peña toma una regleta para escritura en Braille y un punzón de los que fabrica. La puerta suena, acaba de llegar otro cliente.

  • Artialambre convierte a los metales en muebles, cocinas, góndolas

    Sebastián Angulo / Redacción Quito

    ¡Debes aprender algún oficio! Así exhortaban sus padres a Nelson Chicaiza hace unos 60 años. Pero él ya tenía en mente un trabajo: quería convertirse en un artesano del hierro, y así fue. Este cayambeño viajó a Quito cuando tenía 14 años de edad para aprender a forjar el metal.

    Aunque no tenía conocimientos académicos de diseño, Chicaiza comenta que «las formas y figuras estaban siempre en su cabeza», y luego las plasmaba en lámparas y candelabros.

    Ahora, el pequeño taller con el que comenzó Chicaiza, que estaba ubicado en el centro-norte de Quito, se convirtió en Artialambre, una empresa que se dedica a la manufacturación de perchas, góndolas, vitrinas, carritos de supermercado, cocinas industriales y más.

    El año pasado, esta empresa facturó USD 1,8 millones y hoy cuenta con más de 200 clientes, a escala nacional, como supermercados Tía, Familia Sancela, empresas petroleras, entre otros.

    Pero, ¿cómo pasar de un taller artesanal a una fábrica con procesos tecnificados en serie? Esta fue la pregunta que Chicaiza se hizo en 1982.

    La respuesta fue crear su propia compañía y buscar nuevos productos para sus clientes. Para ello, invirtió unos USD 1 000 de sus ahorros para el alquiler de un local en el sector de Santa Clara (centro-norte de Quito), así como para la compra de materia prima, constitución de la compañía, entre otros.

    En principio, la oferta de Artialambre se centró en mobiliario de oficina. Pero para crecer, la compañía firmó contratos para ser proveedor de empresas como ATU y Righetti, dedicadas a la distribución de mobiliario de oficina.

    Gracias a ello, la iniciativa ganó reconocimiento entre los clientes y a la par, sus ingresos se incrementaron. Con las ganancias, Chicaiza invirtió en maquinaria; decidió importar desde Suiza una máquina para pintar.

    En 1990, Chicaiza acudió a una feria de empresas que producían mobiliario para la industria en Miami (EE.UU.). En este evento, él observó las góndolas, y pensó que sería una buena idea que su empresa comience a fabricarlas.

    Con esta novedad llegó al país. Gracias a esta idea, las Fuerzas Armadas le contrataron para equipar sus comisariatos. Los pedidos también incluían carritos de supermercado, que años después, se convertiría en el logotipo de su marca.

    Los pedidos se cumplieron con exactitud y gracias a ello Artialambre decidió incursionar en un nuevo segmento: el equipamiento para supermercados, que a principios de la década de los 90 comenzaban a expandirse en el país.

    Los pedidos crecían y también las exigencias técnicas. Ello requirió la adquisición de maquinaria moderna, como cortadoras y dobladoras. Estas las importó desde Italia y Turquía.

    Pero los autoservicios ya no solo requerían perchas, góndolas y carritos. Algunos de estos centros de compras comenzaron a implementar el servicio de venta de comida rápida, por esta razón necesitaban cocinas industriales.

    Artialambre aceptó el desafío y comenzó a fabricar las cocinas. La manufactura de estos artículos la realizaba de manera esporádica, de acuerdo a los pequeños pedidos que llegaban a la firma.

    Para el 2002, el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas requirió la fabricación de 4 000 cocinas industriales, para el proyecto de Desayuno Escolar. Con otras cinco empresas fabricaron este pedido; el contrato ascendió a USD 5 millones y fue el inicio de la producción masiva de cocinas.

    Entre el 2003 y 2007 la nueva generación se integró al negocio. Ana Gabriela, Eduardo y Hugo Chicaiza ingresaron para gerenciar Artialambre.

    Actualmente, Artialambre cuenta con dos plantas ubicadas en Carcelén (norte de Quito) y tres ‘showrooms’.

    Fanny Campaña, asistente de Compras Locales de Familia Sancela, afirma que trabajan con Artialambre desde hace siete años. Ella destaca la calidad de los productos y el asesoramiento en cualquier momento del día. Al año, esta firma le compra unos USD 25 000.

    Mientras que Andrés Miño, propietario de la Colina del Chef, empresa que brinda servicios de catering, afirma que las cocinas de Artialambre «no le piden favor a una importada».